César Duarte Jáquez, nuevamente en el ojo del huracán, pasó de ser arrestado en plena capital de Chihuahua a quedar recluido en uno de los sitios más temidos del país: el Penal del Altiplano. En este seguimiento, las miradas ya no están puestas en su detención, sino en el oscuro y severo régimen al que será sometido dentro de la prisión donde han caído algunos de los criminales más peligrosos de México. Duarte enfrentará aquí su nueva acusación por lavado de dinero, pero también un encierro diseñado para quebrar hasta al más resistente.
Dentro del Altiplano, nada será tolerante ni cómodo. Duarte fue ingresado a una celda individual sin ventanas, con visibilidad nula hacia cualquier área del penal y sometido a un aislamiento casi absoluto, donde apenas tendrá una hora de “aire libre” en un pequeño patio en solitario. Bajo muros reforzados, sensores de movimiento enterrados bajo tierra, cámaras que vigilan cada centímetro del penal y una vigilancia ininterrumpida, el exgobernador pasa de las comodidades del poder a la crudeza de un entorno férreamente controlado donde no hay privilegios, aliados ni escapatoria posible.
Como parte de los protocolos del centro, Duarte enfrentará un régimen diseñado para neutralizar cualquier intento de comunicación, influencia o fuga, similar al que vivieron personajes como “El Chapo”, “El Marro” o Caro Quintero. En un penal donde hasta la voz rebota contra paredes de un metro de espesor, Duarte inicia un encierro que va más allá de un proceso legal: una caída abrupta a un régimen de máxima seguridad que ni los más altos exfuncionarios han logrado suavizar.
